La poesia de César Moro
Una lectura del poema
El mundo ilustrado, de César Moro
Por Rosa Ostos
(Literatura UNMSM - Universidad Paris 7 Diderot)
Uno de los aspectos más comentados de la célebre biografía de César Moro es, sin duda, su militancia en el movimiento surrealista; sin embargo, los estudios críticos sobre su obra apenas han podido circundar el sentido de sus inquietantes imágenes oníricas. La poética de Moro no solo nos habla de la fragmentación del cuerpo, de las cosmogonías, del deseo, sino también nos revela un yo poético afincado en una posición enunciativa de exiliado frente a la tradición epistemológica occidental y hace de la oposición privativa presencia – ausencia el eje de una singular metaforización.
Su poemario La tortuga ecuestre (1938-1939) es un intento por vincular el pensamiento mítico con el universo onírico; en dicho intento Moro transita por una dimensión ontológica mediadora describiendo un recorrido que es, a la vez, un proceso en el que trasciende de una fenomenología de la presencia a una metafísica de la ausencia, para revelarnos, finalmente, al ser absoluto.
Una de las piezas de dicho poemario que mejor nos muestra este proceso es el poema “El mundo Ilustrado”. Para su comprensión, son claves algunas categorías como tiempo, espacio, mundo y, desde luego, ser. Empecemos repasando el texto:
El mundo ilustrado
Igual que tu ventana que no existe 1
Como una sombra de mano en un instrumento fantasma
Igual que las venas y el recorrido intenso de tu sangre
Con la misma igualdad con la continuidad preciosa que me ase-
gura idealmente tu existencia 5
A una distancia
A la distancia
A pesar de la distancia
Con tu frente y tu rostro
Una de las piezas de dicho poemario que mejor nos muestra este proceso es el poema “El mundo Ilustrado”. Para su comprensión, son claves algunas categorías como tiempo, espacio, mundo y, desde luego, ser. Empecemos repasando el texto:
El mundo ilustrado
Igual que tu ventana que no existe 1
Como una sombra de mano en un instrumento fantasma
Igual que las venas y el recorrido intenso de tu sangre
Con la misma igualdad con la continuidad preciosa que me ase-
gura idealmente tu existencia 5
A una distancia
A la distancia
A pesar de la distancia
Con tu frente y tu rostro
Y toda tu presencia sin cerrar los ojos 10
Y el paisaje que brota de tu presencia cuando la ciudad no era
no podía ser sino el reflejo inútil de tu presencia de he-
catombe
Para mejor mojar las plumas de las aves
Cae esta lluvia de muy alto 15
Y me encierra dentro de ti a mí solo
Dentro y lejos de ti
Como un camino que se pierde en otro continente.
Conviene empezar definiendo los actantes posicionales presentes en el poema. Desde el primer segmento (del primer al quinto verso) advertimos con claridad dos presencias: la del hablante lírico, que se muestra como un locutor personaje, y la del otro, que aparece como un alocutario representado a quien el primero dirige su mirada retrospectiva. En el segundo segmento (del sexto al décimo tercer verso), advertimos un desarrollo de la dimensión espacial que sugiere distancia, alejamiento, ausencia; a partir de ello podemos establecer que la memoria actúa como el actante de control e instituye una forma de dialéctica entre la particularidad de la anéctoda y la generalidad del recuerdo.
Entonces, la dinámica de los actantes posicionales descritos queda configurada del siguiente modo:
Hablante lírico ------- memoria --------- otro (amado ausente)
(fuente) ----------------(control) ------------------(blanco)
Un elemento retórico importante en el primer segmento es la figura de comparación empleada como soporte estructural de los versos; nos referimos al símil (estructura superficial), que pertenece al campo figurativo de la metáfora (estructura profunda). A partir de él nos será posible caracterizar a nuestros actantes posicionales. Veamos cómo opera esto.
Nótese que los cinco primeros versos, “Igual que tu ventana que no existe/ Como una sombra de mano en un instrumento fantasma/ Igual que las venas y el recorrido intenso de tu sangre/ Con la misma igualdad con la continuidad preciosa que me ase-/ gura idealmente tu existencia”, contienen una figura de analogía que propone una comparación no motivada sin comparante. Se trata de comparaciones que no tienen una entidad referencial; en otras palabras, los símiles propuestos no se resuelven en la estructura que le es tradicional (comparación motivada; por ejemplo: “he abandonado mi cuerpo como el naufragio abandona las barcas”), pues no se complementa la correlación gramatical comparativa.
Esta renuncia a una entidad referencial, este casi solipsismo reflexivo, nos hablan de un yo poético situado en la auto referencia del en sí, posición desde la que profesa el ideal del acuerdo del pensamiento consigo mismo; dicho de otro modo, promulga la homogeneidad de una entidad dada que existe en sí misma. A esto debemos agregar que las imágenes con que construye estas comparaciones sin comparante están del lado de lo onírico y, en consecuencia, vinculadas a la subjetividad del hablante lírico que se despliega en un movimiento interior de autoexploración y reminiscencia. Para reforzar esta última idea, nos será útil el primer verso. En él, se nos anticipa casi intuitivamente un peculiar sentido de la distancia, materializada a través de la metáfora de la ventana del espacio imaginario (“Igual que tu ventana que no existe”); por medio de ella se aproxima al receptor hacia el espectáculo de la interiorización de nuevas dimensiones ilusorias.
La segunda presencia, la del otro, se manifiesta más bien a través de su ausencia. Parafraseando a Fontanille, diríamos que su presencia se convierte en el modo de existencia de su ausencia; entonces, el espacio tensivo existente entre la fuente y el blanco se configura en la dinámica de la presentificación de la ausencia, donde la profundidad del campo posicional está marcada por la retensión (recuerdo) que tiene lugar en el ámbito de la propioceptividad. En este sentido el cuerpo propio deviene en eje del campo de presencias; así, el hablante lírico, al ser el sujeto de la percepción queda configurado como el centro de referencia.
Ocupémonos ahora del actante de control, pero antes debemos tener en cuenta algunas consideraciones importantes. Cuando el sujeto enunciador se enuncia en su rol actancial instala al otro ante él, sin importar el grado de presencia que se le confiere en el discurso; en tal sentido la perspectiva del sujeto se encuentra marcada espacial y temporalmente. De igual manera cuando hablamos de “memoria” no podemos dejar de considerar que ésta se proyecta en una dimensión espacio-temporal, la que en el caso del poema de Moro no solo se evidencia a través de claras marcas textuales, sino que además articula una reflexión intensa que lo lleva a trascender –tal como sostuvimos inicialmente- de una fenomenología de la presencia a una metafísica de la ausencia.
Empecemos refiriéndonos a la dimensión temporal repasando los versos finales del primer segmento: “Con la misma igualdad con la continuidad preciosa que me ase-/ gura idealmente tu existencia”. Hemos destacado tres elementos del plano de la expresión (igualdad, continuidad, existencia); los dos primeros nos sugieren en el plano del contenido una idea de lo habitual, lo frecuente, lo ordinario (en cierto modo rutinario); de otro lado el elemento existencia sugiere en el plano del contenido una alusión a lo vital en tanto proceso; en tal sentido, podemos afirmar que la dimensión temporal a que se alude en el poema nos da cuenta de aquello que corresponde a la dimensión de lo habitual en la experiencia vital, esto es, la cotidianeidad.
Lo cotidiano está marcado por la temporalidad, o más bien por las temporalidades, que hacen de la cotidianeidad una experiencia específica y fenomenológicamente determinable[1], pero no en el sentido kantiano, es decir, aquel en el que el tiempo es aquello que ordena el contenido de nuestras experiencias (puesta en orden del caos de nuestras vivencias); el tiempo de la vida cotidiana no es el tiempo del mundo, es la experiencia de la temporalidad descrita por la escritura; en cada momento todas las existencias confluyen; se trata de una eternización del presente (concentración de un tiempo tridimensional, pasado, presente y futuro).
Debemos anotar que esta concepción parece negar toda espacialización y nos acerca, más bien a la concepción de tiempo de Plotino; recordemos que él introduce el deseo en el transcurrir del tiempo que devora a sus hijos: el tiempo está impulsado por el deseo de completarse. Tenemos entonces, que el ritmo del deseo es la medida del tiempo. Agustín se inscribe en esta misma perspectiva cuando describe la experiencia interior del tiempo como una tensión entre distracción y concentración, memoria y espera[2].
Ahora veamos cómo la concepción del tiempo manejada en el poema parece negar toda espacialización. Los tres primeros versos del segundo segmento nos grafican la idea propuesta, veamos: “A una distancia”; este verso nos sugiere una noción de espacialidad definida, delimitable; “A la distancia”, aquí se transita hacia lo indefinido, lo genérico; “A pesar de la distancia”, en éste último asistimos a una superación de todos los límites, se trata de trascender de una fenomenología de la presencia a una metafísica de la ausencia a través de una acción negadora.
Habíamos dicho que en los versos iniciales el hablante lírico asume una posición en sí, que profesa el ideal del acuerdo del pensamiento consigo mismo y promulga la homogeneidad; sin embargo, en los versos que acabamos de citar para referirnos a la concepción espacio-temporal, advertimos una superación de esa mismidad; diríase que se sugiere una acción negatriz que corresponde al propio acto de suprimirse dialécticamente; constituye el ser-para-sí. La negatividad no llega a la destrucción pura y simple, sino que desemboca en una nueva determinación positiva.
Continuando con el segundo segmento, encontramos que en el noveno verso se estable una relación metonímica con el otro; veamos: “Con tu frente y tu rostro”; se enuncian fragmentos del cuerpo amado que son rescatados del olvido por la memoria. Luego nos dice: ”Y toda tu presencia sin cerrar los ojos”. Detengámonos en este verso.
Como señalamos inicialmente, Moro fue un militante del movimiento surrealista; pero el surrealismo no era para él un conjunto de fórmulas hechas, sino una experiencia vital, un proyecto que comprometía la totalidad de su existencia. En este sentido su apuesta por la exploración de lo onírico no descarta el empleo consciente de los recursos retóricos, tal como ocurre en el presente poema. En el verso citado, la metáfora de los ojos abiertos nos remite a la idea del estado de vigilia, por oposición a la imagen de los ojos cerrados, que más bien es correlativa del sueño. De otro lado, la presencia del amado (que más bien es su ausencia), nos da cuenta de un sujeto que se diluye y sin embargo es recuperado fragmentariamente por la memoria, como si se resistiera a ser representado; sin embargo es perennizado por la escritura.
Tenemos entonces, que la presencia del otro durante la vigilia nos sugiere una concretización del ejercicio de la memoria a través del acto de la escritura. El recuerdo que se plasma en este acto parece oscilar entre la vitalidad del organismo vivo y su postración final como obra de arte. Descubrimos aquí otro filtro entre la fuente y el blanco: la escritura misma.
El tercer segmento comprende desde el décimo cuarto verso hasta el verso final. Aquí aparece uno de los elementos a partir de los cuales Moro construye sus cosmogonías: el agua. En el poema el agua toma la forma de la lluvia que prefigura el cuerpo del amado ausente. Conviene aquí afianzar esta idea con una lectura intertextual de algunos versos de las Cartas (1939): “ANTONIO es Dios/ ANTONIO es el sol…/ ANTONIO hace caer la lluvia…/ ANTONIO es el origen de la Vía Láctea”. El amado nos es revelado en un esplendor totémico que lo convierte en el centro y origen del universo, en fuente de la lluvia, en la lluvia misma.
El amado, transfigurado en lluvia aísla al poeta y luego lo abandona (”Cae esta lluvia de muy alto/ Y me encierra dentro de ti a mí solo”). A continuación unos versos que grafican el cambio de posición del hablante lírico en el discurso. Veamos: ”Dentro y lejos de ti / Como un camino que se pierde en otro continente”.
Habíamos dicho que en la dinámica de presentificación de la ausencia que caracteriza la relación entre la fuente y el blanco, el cuerpo propio del hablante lírico asume una posición central en el campo de referencia; no obstante ello, el espacio de su mundo es el espacio de su cuerpo. En el verso “Dentro y lejos de ti” se describe, en un primer momento (“Dentro…”), el desplazamiento del hablante lírico de su posición original (del mundo propio) a otro mundo que es el del amado; con esta traslación desembragante se rompen las barreras de la interioridad auto referencial del locutor, hasta entonces delimitada por la ínter subjetividad deíctica del “yo”, “aquí”, “ahora”. Este desplazamiento simbólico implica, además, un reconocimiento en el otro, desde cuyo espacio se tentará un simulacro de la deixis a través del retorno imposible a la posición original, inaccesible (“lejos de ti…). Esta lejanía no nos habla del extravío total del ser, sino de un retorno embragante a la auto referencialidad negada y perdida.
Tenemos entonces que el verso citado describe un proceso de desembrague y embrague, que pone en cuestión la mismidad, la alteridad y la pertenencia al mundo. En este proceso podemos distinguir tres momentos diferenciados. El primero se corresponde con cierta pasividad de la existencia corporal; esta “experiencia carnal” -diría Merleau-Ponty- inyecta la alteridad de lo extraño en el sujeto (mi cuerpo como otro) y determina el momento en el que el yo se descubre fuera de sí, inmerso en el mundo de las cosas. En el segundo momento opera el llamado del otro; el sujeto al ser requerido por ese otro se inscribe en un movimiento de constitución del Mismo pero no queda subsumido en él. Finalmente, el tercer momento, es de la conciencia donde confluyen la auto experiencia y la autoafirmación.
Nótese que los dos versos con que se clausura el poema forman la misma figura retórica que los versos iniciales; sin embargo, advertimos que, mientras los primeros símiles carecen de una entidad referencial –conforme ya hemos explicado-, el símil formado por los dos últimos versos sí se resuelve en una correlación gramatical comparativa. Ello nos permite afirmar, que mientras en el primer caso la estructura trunca de la analogía nos remitía a un solipsismo reflexivo, a la auto referencialidad, en el segundo caso, más bien, hemos transitado a una interpretación del mundo a través del cuerpo; el hablante lírico se consume en la distancia[3]; sin embargo profesa su comunión con el mundo, lo que implica una autoconciencia, un ser en sí y para sí.
Es pertinente precisar que no se trata de un ser en el mundo que renuncia a la carnalidad como el Dasein heideggeriano, más bien podríamos decir que en el poema analizado, lo que Moro nos propone es una suerte de ontologización de la carne. El tema de la encarnación del Dasein es omitido, o más bien rechazado por Heidegger, Moro, por el contrario, asumirá la otredad de la carne inclusive como un otro del sí mismo, en términos de Ricoeur[4], tendencia que nos inclina a interpretarnos a nosotros mismos en función de los objetos del mundo.
En el repaso que hemos hecho del poema analizado, pudimos ver cómo a los largo de sus versos se describe una evolución dialéctica del hablante lírico; esta evolución se corresponde claramente con las tres categorías fundamentales de la dialéctica hegeliana. Ellas son: la identidad, la negatividad, y la totalidad. La identidad nos habla de una entidad dada que existe en sí misma. Corresponde a una fase del pensamiento que es necesario superar (correlativa al primer segmento del poema); la negatividad o acción negatriz corresponde al propio acto de suprimirse dialécticamente; constituye el ser-para-sí. Esta es la categoría principal de la dialéctica (se desarrolla en el segundo segmento del poema); y la totalidad es el ser-real-completo (revelado). Es a la vez identidad y negación, no sólo existencia empírica (ser dado), sino también acción (negación); (corresponde al tercer segmento del poema).
Ahora bien, hecha esta breve recapitulación debemos ocuparnos de la vía de acceso a la autoconciencia. Moro nos propone como esa vía al deseo[5]. Siguiendo el recorrido que hemos trazado para nuestro análisis tenemos que el primer paso es el de la consciencia, es decir, la revelación del ser por la palabra. El hablante lírico se sumerge en la contemplación (“Igual que tu ventana que no existe/ Como una sombra de mano en un instrumento fantasma”); pero la contemplación revela al objeto, no al sujeto. El hombre que contempla solo puede ser vuelto hacía sí mismo por la aparición de un deseo.
El deseo es el que empuja a la acción y a la transformación de la cosa contemplada suprimiéndola en su ser; en ese sentido, el deseo es presentificación de una ausencia en tanto que ausencia. El yo del deseo es un vacío ávido de contenido. El hablante lírico es deseo activo y negador y en tanto tal, un vacío en el ser, una negatividad presente; sin embargo, es un ser absoluto. Lo absoluto, diría Hegel, es el espíritu; aquello que está presente en sí mismo en su saberse incondicionado. Lo absoluto en la poética de Moro está ya en sí y para sí con nosotros, lo que intenta es hacer presente el pasado y eso solo es posible con la mediación de lo simbólico.
Hasta aquí nos hemos ocupado, básicamente, de los actantes posicionales y del campo de referencia; corresponde ahora describir cómo se produce el proceso de semiosis al articularse algunos elementos del plano de la expresión con otros del plano del contenido; mantendremos para este fin la segmentación tripartita de que nos hemos servido en nuestro análisis.
Repasemos el primer segmento:
Igual que tu ventana que no existe
Como una sombra de mano en un instrumento fantasma
Igual que las venas y el recorrido intenso de tu sangre
Con la misma igualdad con la continuidad preciosa que me ase-
gura idealmente tu existencia
Hemos destacado, solamente los elementos del plano de la expresión de los tres primeros versos, soslayando en esta ocasión los dos versos con que finaliza este segmento, pues ya nos ocupamos del semi-simbolismo de sus elementos cuando nos referimos a la dimensión temporal explorada por Moro.
Nótese que los elementos destacados “ventana inexistente, sombra, instrumento fantasma”, parecen extraídos de un mundo onírico; esto ya lo señalamos antes cuando destacamos el simbolismo de la metáfora de la ventana imaginaria. En el caso de la “sombra” y el “instrumento fantasma” ambas imágenes denotan el reflejo de un algo que ya no está, son una suerte de residuo de una presencia ida; por consiguiente, estos elementos, en el plano del contenido, nos hablan de una carencia, de una falta, de la ausencia de un organismo vivo, dotado de “venas” y “sangre”.
El discurso no prolifera en la enumeración de elementos correspondientes al plano de la expresión, sino que más bien, hay cierta tendencia selectiva para lograr una mayor eficacia del recurso retórico; en este sentido podríamos decir que se describe un esquema de tensiones de extensión media; sin embargo, notamos que hay una suerte de progresión en la acentuación de las imágenes empleadas apelando a cierto incremento del dramatismo: “ventana, sombra, fantasma, venas, sangre”; en tal sentido la intensidad se acentúa, lo que nos permite afirmar que en este primer segmento podemos graficar el esquema de la ascendencia o de tensión afectiva.
Ahora destaquemos los elementos del plano de la expresión más relevantes del segundo segmento:
A una distancia
A la distancia
A pesar de la distancia
Con tu frente y tu rostro
Y toda tu presencia sin cerrar los ojos
Y el paisaje que brota de tu presencia cuando la ciudad no era
no podía ser sino el reflejo inútil de tu presencia de he-
catombe
Para el caso de este segmento queremos centrarnos en la reiteración anafórica del elemento “distancia”. Ya hemos señalado antes que en el desarrollo de estos tres versos asistimos a un intento de superación del espacio, lo que implica una suerte de negación de toda idealidad espacial posible; hemos también establecido los vínculos entre las dimensiones temporal y espacial que se trabajan en el poema.
Ahora bien, debemos agregar a lo ya dicho, que la incursión de esta reincidencia en el empleo del elemento “distancia”, visto desde la lógica de la figura retórica a la que está ligada, la anáfora, nos sugiere un intento por modular el tiempo sin llegar a detenerlo; nos permite entablar, a su vez, una relación con el tiempo cíclico de raigambre mítica. En el plano del contenido, podríamos caracterizar esa “distancia”, ciertamente, como trayecto o como espacio que divide o separa; pero indagando un poco más del lado de la subjetividad, podríamos atribuirle también otras significaciones como desafecto, desapego e, inclusive, desamor. En este sentido, el hablante lírico supera paulatinamente los espacios y se impone, también, a la denegación reiterada del amor; se consagra al sufrimiento y se redime en el dolor.
Vemos entonces que a medida que este elemento del plano de la expresión describe una progresión en el eje de la extensión (ya hemos explicado esto: “una distancia, la distancia, a pesar de la distancia”), también gana intensidad en una relación directamente proporcional, por lo que en este segundo segmento el esquema que se describe corresponde al de la amplificación.
En el tercer segmento, destacamos lo siguiente:
Para mejor mojar las plumas de las aves
Cae esta lluvia de muy alto
Y me encierra dentro de ti a mí solo
Dentro y lejos de ti
Como un camino que se pierde en otro continente.
Nótese la superposición progresiva de los elementos, lo que se advierte a partir de su organización en el discurso. Creemos que aquí, lo relevante es el proceso de exploración cognitiva que revelan los versos; esto hace que a diferencia del segmento anterior, en éste se observe un despliegue en la extensión (la lluvia que lo moja todo; el camino que se pierde en otro continente), lo que acontece paralelamente a una disminución de la intensidad; por lo que el esquema de tensiones que corresponde a este tercer segmento es, más bien, el de la decadencia.
En este punto podemos ya establecer algunas correspondencias entre nuestros hallazgos. Dijimos que el primer segmento es el de la identidad y la autorreflexión; ello es correlativo del esquema tensivo que describe, el de la ascendencia, que culmina -diría Fontanille- en una forma de estallido debido al incremento de la intensidad; esta dinámica nos anticipa la salida del ser de su sí mismo y nos anuncia su acción negatriz.
El segundo segmento es, precisamente el de la negatividad, el de la supresión dialéctica que nos aproxima a la totalidad. Es interesante ver cómo aquí opera más bien el esquema de la amplificación, donde lo sensible y lo inteligible se proyectan en un mismo sentido, superando la unilateralidad de la ascendencia.
El tercer segmento corresponde al ser revelado, que es a la vez identidad y negación; este es el final del proceso, el hallazgo de lo absoluto; aquí el recorrido asume la forma del esquema de la decadencia donde predomina “la cognición, la relectura, la producción consciente y reflexiva”[6]
Al iniciar el presente ensayo señalamos que la oposición privativa presencia – ausencia se constituía como el eje de la metaforización moreana. Es a partir de esta oposición que articularemos, a continuación, nuestro cuadrado semiótico.
Empecemos estableciendo la polarización axiológica elemental. Como hemos visto, a lo largo del poema se vinculan dos presencias fundamentales, la del hablante lírico que, con el auxilio de su memoria y la escritura, se aferra al recuerdo; y el amado ausente, que es el objeto de tal reminiscencia. Tenemos entonces que la oposición fundamental que proyecta el texto (línea de la contrariedad) se da entre la presencia (como valor positivo) y la no presencia (como valor negativo), esto es, la ausencia.
En la línea diagonal de la contradicción tenemos, por un lado a la no ausencia, que para el presente caso equivale a la aparición en tanto representación; y a la no presencia, que alude a la separación, al alejamiento, la distancia y el abandono. Notamos inmediatamente que la ruta recorrida por la sintaxis describe un camino canónico progresivo que conjunta con el valor positivo. Expliquemos esto.
La tensión entre la fuente y el blanco, habíamos dicho, está determinada por una dinámica de presentificación de la ausencia. El hablante lírico, persiste en el ejercicio de la memoria para redimir el recuerdo del amado ausente y emanciparlo del olvido, rescata su cuerpo fragmentado que se resiste a ser presentificado y perenniza la práctica de la evocación a través del acto de la escritura. Entonces, el recorrido que se describe en el poema nos conduce desde la ausencia a la recuperación simbólica de la presencia atravesando por el espacio intermedio de la representación (la no ausencia), lo que permite culminar el proceso con la conjunción del valor positivo; en otras palabras, este tránsito solo es posible por la mediación de los actantes de control: la memoria y la escritura.
Al iniciar el presente trabajo, sostuvimos que el yo poético moreano se aparta de la tradición epistemológica occidental arraigándose en una posición enunciativa de exiliado, o más bien desterrado frente a dicha tradición. Hemos sostenido también que en el poema opera una suerte de ontologización de la carne a la vez que se transita de una fenomenología de la presencia a una metafísica de la ausencia.
En este punto, habiendo repasado todo el texto podemos afirmar que la trascendencia interior del hablante lírico supone la presencia de un ser imaginario que se constituye a sí mismo como centro ontológico. De otro lado, el alocutario representado aparece como una trascendencia exterior cuyo centro ontológico es su ausencia; en consecuencia, la dicotomía presencia-ausencia constituye la estructura más intrínseca del espacio poético. Esta oposición privativa (el propio acto de negar la presencia y viceversa) convierte al espacio textual en una circunferencia imaginaria que es a su vez una totalidad orgánica, fluida y continua. Interior y exterior, los dos movimientos contrarios son realizados por el lenguaje que se instaura como la metáfora de la encarnación y se ofrece como adquisición de realidad; en tal sentido, su particular intensidad ontológica nos es revelada por el acto de la escritura.
Y el paisaje que brota de tu presencia cuando la ciudad no era
no podía ser sino el reflejo inútil de tu presencia de he-
catombe
Para mejor mojar las plumas de las aves
Cae esta lluvia de muy alto 15
Y me encierra dentro de ti a mí solo
Dentro y lejos de ti
Como un camino que se pierde en otro continente.
Conviene empezar definiendo los actantes posicionales presentes en el poema. Desde el primer segmento (del primer al quinto verso) advertimos con claridad dos presencias: la del hablante lírico, que se muestra como un locutor personaje, y la del otro, que aparece como un alocutario representado a quien el primero dirige su mirada retrospectiva. En el segundo segmento (del sexto al décimo tercer verso), advertimos un desarrollo de la dimensión espacial que sugiere distancia, alejamiento, ausencia; a partir de ello podemos establecer que la memoria actúa como el actante de control e instituye una forma de dialéctica entre la particularidad de la anéctoda y la generalidad del recuerdo.
Entonces, la dinámica de los actantes posicionales descritos queda configurada del siguiente modo:
Hablante lírico ------- memoria --------- otro (amado ausente)
(fuente) ----------------(control) ------------------(blanco)
Un elemento retórico importante en el primer segmento es la figura de comparación empleada como soporte estructural de los versos; nos referimos al símil (estructura superficial), que pertenece al campo figurativo de la metáfora (estructura profunda). A partir de él nos será posible caracterizar a nuestros actantes posicionales. Veamos cómo opera esto.
Nótese que los cinco primeros versos, “Igual que tu ventana que no existe/ Como una sombra de mano en un instrumento fantasma/ Igual que las venas y el recorrido intenso de tu sangre/ Con la misma igualdad con la continuidad preciosa que me ase-/ gura idealmente tu existencia”, contienen una figura de analogía que propone una comparación no motivada sin comparante. Se trata de comparaciones que no tienen una entidad referencial; en otras palabras, los símiles propuestos no se resuelven en la estructura que le es tradicional (comparación motivada; por ejemplo: “he abandonado mi cuerpo como el naufragio abandona las barcas”), pues no se complementa la correlación gramatical comparativa.
Esta renuncia a una entidad referencial, este casi solipsismo reflexivo, nos hablan de un yo poético situado en la auto referencia del en sí, posición desde la que profesa el ideal del acuerdo del pensamiento consigo mismo; dicho de otro modo, promulga la homogeneidad de una entidad dada que existe en sí misma. A esto debemos agregar que las imágenes con que construye estas comparaciones sin comparante están del lado de lo onírico y, en consecuencia, vinculadas a la subjetividad del hablante lírico que se despliega en un movimiento interior de autoexploración y reminiscencia. Para reforzar esta última idea, nos será útil el primer verso. En él, se nos anticipa casi intuitivamente un peculiar sentido de la distancia, materializada a través de la metáfora de la ventana del espacio imaginario (“Igual que tu ventana que no existe”); por medio de ella se aproxima al receptor hacia el espectáculo de la interiorización de nuevas dimensiones ilusorias.
La segunda presencia, la del otro, se manifiesta más bien a través de su ausencia. Parafraseando a Fontanille, diríamos que su presencia se convierte en el modo de existencia de su ausencia; entonces, el espacio tensivo existente entre la fuente y el blanco se configura en la dinámica de la presentificación de la ausencia, donde la profundidad del campo posicional está marcada por la retensión (recuerdo) que tiene lugar en el ámbito de la propioceptividad. En este sentido el cuerpo propio deviene en eje del campo de presencias; así, el hablante lírico, al ser el sujeto de la percepción queda configurado como el centro de referencia.
Ocupémonos ahora del actante de control, pero antes debemos tener en cuenta algunas consideraciones importantes. Cuando el sujeto enunciador se enuncia en su rol actancial instala al otro ante él, sin importar el grado de presencia que se le confiere en el discurso; en tal sentido la perspectiva del sujeto se encuentra marcada espacial y temporalmente. De igual manera cuando hablamos de “memoria” no podemos dejar de considerar que ésta se proyecta en una dimensión espacio-temporal, la que en el caso del poema de Moro no solo se evidencia a través de claras marcas textuales, sino que además articula una reflexión intensa que lo lleva a trascender –tal como sostuvimos inicialmente- de una fenomenología de la presencia a una metafísica de la ausencia.
Empecemos refiriéndonos a la dimensión temporal repasando los versos finales del primer segmento: “Con la misma igualdad con la continuidad preciosa que me ase-/ gura idealmente tu existencia”. Hemos destacado tres elementos del plano de la expresión (igualdad, continuidad, existencia); los dos primeros nos sugieren en el plano del contenido una idea de lo habitual, lo frecuente, lo ordinario (en cierto modo rutinario); de otro lado el elemento existencia sugiere en el plano del contenido una alusión a lo vital en tanto proceso; en tal sentido, podemos afirmar que la dimensión temporal a que se alude en el poema nos da cuenta de aquello que corresponde a la dimensión de lo habitual en la experiencia vital, esto es, la cotidianeidad.
Lo cotidiano está marcado por la temporalidad, o más bien por las temporalidades, que hacen de la cotidianeidad una experiencia específica y fenomenológicamente determinable[1], pero no en el sentido kantiano, es decir, aquel en el que el tiempo es aquello que ordena el contenido de nuestras experiencias (puesta en orden del caos de nuestras vivencias); el tiempo de la vida cotidiana no es el tiempo del mundo, es la experiencia de la temporalidad descrita por la escritura; en cada momento todas las existencias confluyen; se trata de una eternización del presente (concentración de un tiempo tridimensional, pasado, presente y futuro).
Debemos anotar que esta concepción parece negar toda espacialización y nos acerca, más bien a la concepción de tiempo de Plotino; recordemos que él introduce el deseo en el transcurrir del tiempo que devora a sus hijos: el tiempo está impulsado por el deseo de completarse. Tenemos entonces, que el ritmo del deseo es la medida del tiempo. Agustín se inscribe en esta misma perspectiva cuando describe la experiencia interior del tiempo como una tensión entre distracción y concentración, memoria y espera[2].
Ahora veamos cómo la concepción del tiempo manejada en el poema parece negar toda espacialización. Los tres primeros versos del segundo segmento nos grafican la idea propuesta, veamos: “A una distancia”; este verso nos sugiere una noción de espacialidad definida, delimitable; “A la distancia”, aquí se transita hacia lo indefinido, lo genérico; “A pesar de la distancia”, en éste último asistimos a una superación de todos los límites, se trata de trascender de una fenomenología de la presencia a una metafísica de la ausencia a través de una acción negadora.
Habíamos dicho que en los versos iniciales el hablante lírico asume una posición en sí, que profesa el ideal del acuerdo del pensamiento consigo mismo y promulga la homogeneidad; sin embargo, en los versos que acabamos de citar para referirnos a la concepción espacio-temporal, advertimos una superación de esa mismidad; diríase que se sugiere una acción negatriz que corresponde al propio acto de suprimirse dialécticamente; constituye el ser-para-sí. La negatividad no llega a la destrucción pura y simple, sino que desemboca en una nueva determinación positiva.
Continuando con el segundo segmento, encontramos que en el noveno verso se estable una relación metonímica con el otro; veamos: “Con tu frente y tu rostro”; se enuncian fragmentos del cuerpo amado que son rescatados del olvido por la memoria. Luego nos dice: ”Y toda tu presencia sin cerrar los ojos”. Detengámonos en este verso.
Como señalamos inicialmente, Moro fue un militante del movimiento surrealista; pero el surrealismo no era para él un conjunto de fórmulas hechas, sino una experiencia vital, un proyecto que comprometía la totalidad de su existencia. En este sentido su apuesta por la exploración de lo onírico no descarta el empleo consciente de los recursos retóricos, tal como ocurre en el presente poema. En el verso citado, la metáfora de los ojos abiertos nos remite a la idea del estado de vigilia, por oposición a la imagen de los ojos cerrados, que más bien es correlativa del sueño. De otro lado, la presencia del amado (que más bien es su ausencia), nos da cuenta de un sujeto que se diluye y sin embargo es recuperado fragmentariamente por la memoria, como si se resistiera a ser representado; sin embargo es perennizado por la escritura.
Tenemos entonces, que la presencia del otro durante la vigilia nos sugiere una concretización del ejercicio de la memoria a través del acto de la escritura. El recuerdo que se plasma en este acto parece oscilar entre la vitalidad del organismo vivo y su postración final como obra de arte. Descubrimos aquí otro filtro entre la fuente y el blanco: la escritura misma.
El tercer segmento comprende desde el décimo cuarto verso hasta el verso final. Aquí aparece uno de los elementos a partir de los cuales Moro construye sus cosmogonías: el agua. En el poema el agua toma la forma de la lluvia que prefigura el cuerpo del amado ausente. Conviene aquí afianzar esta idea con una lectura intertextual de algunos versos de las Cartas (1939): “ANTONIO es Dios/ ANTONIO es el sol…/ ANTONIO hace caer la lluvia…/ ANTONIO es el origen de la Vía Láctea”. El amado nos es revelado en un esplendor totémico que lo convierte en el centro y origen del universo, en fuente de la lluvia, en la lluvia misma.
El amado, transfigurado en lluvia aísla al poeta y luego lo abandona (”Cae esta lluvia de muy alto/ Y me encierra dentro de ti a mí solo”). A continuación unos versos que grafican el cambio de posición del hablante lírico en el discurso. Veamos: ”Dentro y lejos de ti / Como un camino que se pierde en otro continente”.
Habíamos dicho que en la dinámica de presentificación de la ausencia que caracteriza la relación entre la fuente y el blanco, el cuerpo propio del hablante lírico asume una posición central en el campo de referencia; no obstante ello, el espacio de su mundo es el espacio de su cuerpo. En el verso “Dentro y lejos de ti” se describe, en un primer momento (“Dentro…”), el desplazamiento del hablante lírico de su posición original (del mundo propio) a otro mundo que es el del amado; con esta traslación desembragante se rompen las barreras de la interioridad auto referencial del locutor, hasta entonces delimitada por la ínter subjetividad deíctica del “yo”, “aquí”, “ahora”. Este desplazamiento simbólico implica, además, un reconocimiento en el otro, desde cuyo espacio se tentará un simulacro de la deixis a través del retorno imposible a la posición original, inaccesible (“lejos de ti…). Esta lejanía no nos habla del extravío total del ser, sino de un retorno embragante a la auto referencialidad negada y perdida.
Tenemos entonces que el verso citado describe un proceso de desembrague y embrague, que pone en cuestión la mismidad, la alteridad y la pertenencia al mundo. En este proceso podemos distinguir tres momentos diferenciados. El primero se corresponde con cierta pasividad de la existencia corporal; esta “experiencia carnal” -diría Merleau-Ponty- inyecta la alteridad de lo extraño en el sujeto (mi cuerpo como otro) y determina el momento en el que el yo se descubre fuera de sí, inmerso en el mundo de las cosas. En el segundo momento opera el llamado del otro; el sujeto al ser requerido por ese otro se inscribe en un movimiento de constitución del Mismo pero no queda subsumido en él. Finalmente, el tercer momento, es de la conciencia donde confluyen la auto experiencia y la autoafirmación.
Nótese que los dos versos con que se clausura el poema forman la misma figura retórica que los versos iniciales; sin embargo, advertimos que, mientras los primeros símiles carecen de una entidad referencial –conforme ya hemos explicado-, el símil formado por los dos últimos versos sí se resuelve en una correlación gramatical comparativa. Ello nos permite afirmar, que mientras en el primer caso la estructura trunca de la analogía nos remitía a un solipsismo reflexivo, a la auto referencialidad, en el segundo caso, más bien, hemos transitado a una interpretación del mundo a través del cuerpo; el hablante lírico se consume en la distancia[3]; sin embargo profesa su comunión con el mundo, lo que implica una autoconciencia, un ser en sí y para sí.
Es pertinente precisar que no se trata de un ser en el mundo que renuncia a la carnalidad como el Dasein heideggeriano, más bien podríamos decir que en el poema analizado, lo que Moro nos propone es una suerte de ontologización de la carne. El tema de la encarnación del Dasein es omitido, o más bien rechazado por Heidegger, Moro, por el contrario, asumirá la otredad de la carne inclusive como un otro del sí mismo, en términos de Ricoeur[4], tendencia que nos inclina a interpretarnos a nosotros mismos en función de los objetos del mundo.
En el repaso que hemos hecho del poema analizado, pudimos ver cómo a los largo de sus versos se describe una evolución dialéctica del hablante lírico; esta evolución se corresponde claramente con las tres categorías fundamentales de la dialéctica hegeliana. Ellas son: la identidad, la negatividad, y la totalidad. La identidad nos habla de una entidad dada que existe en sí misma. Corresponde a una fase del pensamiento que es necesario superar (correlativa al primer segmento del poema); la negatividad o acción negatriz corresponde al propio acto de suprimirse dialécticamente; constituye el ser-para-sí. Esta es la categoría principal de la dialéctica (se desarrolla en el segundo segmento del poema); y la totalidad es el ser-real-completo (revelado). Es a la vez identidad y negación, no sólo existencia empírica (ser dado), sino también acción (negación); (corresponde al tercer segmento del poema).
Ahora bien, hecha esta breve recapitulación debemos ocuparnos de la vía de acceso a la autoconciencia. Moro nos propone como esa vía al deseo[5]. Siguiendo el recorrido que hemos trazado para nuestro análisis tenemos que el primer paso es el de la consciencia, es decir, la revelación del ser por la palabra. El hablante lírico se sumerge en la contemplación (“Igual que tu ventana que no existe/ Como una sombra de mano en un instrumento fantasma”); pero la contemplación revela al objeto, no al sujeto. El hombre que contempla solo puede ser vuelto hacía sí mismo por la aparición de un deseo.
El deseo es el que empuja a la acción y a la transformación de la cosa contemplada suprimiéndola en su ser; en ese sentido, el deseo es presentificación de una ausencia en tanto que ausencia. El yo del deseo es un vacío ávido de contenido. El hablante lírico es deseo activo y negador y en tanto tal, un vacío en el ser, una negatividad presente; sin embargo, es un ser absoluto. Lo absoluto, diría Hegel, es el espíritu; aquello que está presente en sí mismo en su saberse incondicionado. Lo absoluto en la poética de Moro está ya en sí y para sí con nosotros, lo que intenta es hacer presente el pasado y eso solo es posible con la mediación de lo simbólico.
Hasta aquí nos hemos ocupado, básicamente, de los actantes posicionales y del campo de referencia; corresponde ahora describir cómo se produce el proceso de semiosis al articularse algunos elementos del plano de la expresión con otros del plano del contenido; mantendremos para este fin la segmentación tripartita de que nos hemos servido en nuestro análisis.
Repasemos el primer segmento:
Igual que tu ventana que no existe
Como una sombra de mano en un instrumento fantasma
Igual que las venas y el recorrido intenso de tu sangre
Con la misma igualdad con la continuidad preciosa que me ase-
gura idealmente tu existencia
Hemos destacado, solamente los elementos del plano de la expresión de los tres primeros versos, soslayando en esta ocasión los dos versos con que finaliza este segmento, pues ya nos ocupamos del semi-simbolismo de sus elementos cuando nos referimos a la dimensión temporal explorada por Moro.
Nótese que los elementos destacados “ventana inexistente, sombra, instrumento fantasma”, parecen extraídos de un mundo onírico; esto ya lo señalamos antes cuando destacamos el simbolismo de la metáfora de la ventana imaginaria. En el caso de la “sombra” y el “instrumento fantasma” ambas imágenes denotan el reflejo de un algo que ya no está, son una suerte de residuo de una presencia ida; por consiguiente, estos elementos, en el plano del contenido, nos hablan de una carencia, de una falta, de la ausencia de un organismo vivo, dotado de “venas” y “sangre”.
El discurso no prolifera en la enumeración de elementos correspondientes al plano de la expresión, sino que más bien, hay cierta tendencia selectiva para lograr una mayor eficacia del recurso retórico; en este sentido podríamos decir que se describe un esquema de tensiones de extensión media; sin embargo, notamos que hay una suerte de progresión en la acentuación de las imágenes empleadas apelando a cierto incremento del dramatismo: “ventana, sombra, fantasma, venas, sangre”; en tal sentido la intensidad se acentúa, lo que nos permite afirmar que en este primer segmento podemos graficar el esquema de la ascendencia o de tensión afectiva.
Ahora destaquemos los elementos del plano de la expresión más relevantes del segundo segmento:
A una distancia
A la distancia
A pesar de la distancia
Con tu frente y tu rostro
Y toda tu presencia sin cerrar los ojos
Y el paisaje que brota de tu presencia cuando la ciudad no era
no podía ser sino el reflejo inútil de tu presencia de he-
catombe
Para el caso de este segmento queremos centrarnos en la reiteración anafórica del elemento “distancia”. Ya hemos señalado antes que en el desarrollo de estos tres versos asistimos a un intento de superación del espacio, lo que implica una suerte de negación de toda idealidad espacial posible; hemos también establecido los vínculos entre las dimensiones temporal y espacial que se trabajan en el poema.
Ahora bien, debemos agregar a lo ya dicho, que la incursión de esta reincidencia en el empleo del elemento “distancia”, visto desde la lógica de la figura retórica a la que está ligada, la anáfora, nos sugiere un intento por modular el tiempo sin llegar a detenerlo; nos permite entablar, a su vez, una relación con el tiempo cíclico de raigambre mítica. En el plano del contenido, podríamos caracterizar esa “distancia”, ciertamente, como trayecto o como espacio que divide o separa; pero indagando un poco más del lado de la subjetividad, podríamos atribuirle también otras significaciones como desafecto, desapego e, inclusive, desamor. En este sentido, el hablante lírico supera paulatinamente los espacios y se impone, también, a la denegación reiterada del amor; se consagra al sufrimiento y se redime en el dolor.
Vemos entonces que a medida que este elemento del plano de la expresión describe una progresión en el eje de la extensión (ya hemos explicado esto: “una distancia, la distancia, a pesar de la distancia”), también gana intensidad en una relación directamente proporcional, por lo que en este segundo segmento el esquema que se describe corresponde al de la amplificación.
En el tercer segmento, destacamos lo siguiente:
Para mejor mojar las plumas de las aves
Cae esta lluvia de muy alto
Y me encierra dentro de ti a mí solo
Dentro y lejos de ti
Como un camino que se pierde en otro continente.
Nótese la superposición progresiva de los elementos, lo que se advierte a partir de su organización en el discurso. Creemos que aquí, lo relevante es el proceso de exploración cognitiva que revelan los versos; esto hace que a diferencia del segmento anterior, en éste se observe un despliegue en la extensión (la lluvia que lo moja todo; el camino que se pierde en otro continente), lo que acontece paralelamente a una disminución de la intensidad; por lo que el esquema de tensiones que corresponde a este tercer segmento es, más bien, el de la decadencia.
En este punto podemos ya establecer algunas correspondencias entre nuestros hallazgos. Dijimos que el primer segmento es el de la identidad y la autorreflexión; ello es correlativo del esquema tensivo que describe, el de la ascendencia, que culmina -diría Fontanille- en una forma de estallido debido al incremento de la intensidad; esta dinámica nos anticipa la salida del ser de su sí mismo y nos anuncia su acción negatriz.
El segundo segmento es, precisamente el de la negatividad, el de la supresión dialéctica que nos aproxima a la totalidad. Es interesante ver cómo aquí opera más bien el esquema de la amplificación, donde lo sensible y lo inteligible se proyectan en un mismo sentido, superando la unilateralidad de la ascendencia.
El tercer segmento corresponde al ser revelado, que es a la vez identidad y negación; este es el final del proceso, el hallazgo de lo absoluto; aquí el recorrido asume la forma del esquema de la decadencia donde predomina “la cognición, la relectura, la producción consciente y reflexiva”[6]
Al iniciar el presente ensayo señalamos que la oposición privativa presencia – ausencia se constituía como el eje de la metaforización moreana. Es a partir de esta oposición que articularemos, a continuación, nuestro cuadrado semiótico.
Empecemos estableciendo la polarización axiológica elemental. Como hemos visto, a lo largo del poema se vinculan dos presencias fundamentales, la del hablante lírico que, con el auxilio de su memoria y la escritura, se aferra al recuerdo; y el amado ausente, que es el objeto de tal reminiscencia. Tenemos entonces que la oposición fundamental que proyecta el texto (línea de la contrariedad) se da entre la presencia (como valor positivo) y la no presencia (como valor negativo), esto es, la ausencia.
En la línea diagonal de la contradicción tenemos, por un lado a la no ausencia, que para el presente caso equivale a la aparición en tanto representación; y a la no presencia, que alude a la separación, al alejamiento, la distancia y el abandono. Notamos inmediatamente que la ruta recorrida por la sintaxis describe un camino canónico progresivo que conjunta con el valor positivo. Expliquemos esto.
La tensión entre la fuente y el blanco, habíamos dicho, está determinada por una dinámica de presentificación de la ausencia. El hablante lírico, persiste en el ejercicio de la memoria para redimir el recuerdo del amado ausente y emanciparlo del olvido, rescata su cuerpo fragmentado que se resiste a ser presentificado y perenniza la práctica de la evocación a través del acto de la escritura. Entonces, el recorrido que se describe en el poema nos conduce desde la ausencia a la recuperación simbólica de la presencia atravesando por el espacio intermedio de la representación (la no ausencia), lo que permite culminar el proceso con la conjunción del valor positivo; en otras palabras, este tránsito solo es posible por la mediación de los actantes de control: la memoria y la escritura.
Al iniciar el presente trabajo, sostuvimos que el yo poético moreano se aparta de la tradición epistemológica occidental arraigándose en una posición enunciativa de exiliado, o más bien desterrado frente a dicha tradición. Hemos sostenido también que en el poema opera una suerte de ontologización de la carne a la vez que se transita de una fenomenología de la presencia a una metafísica de la ausencia.
En este punto, habiendo repasado todo el texto podemos afirmar que la trascendencia interior del hablante lírico supone la presencia de un ser imaginario que se constituye a sí mismo como centro ontológico. De otro lado, el alocutario representado aparece como una trascendencia exterior cuyo centro ontológico es su ausencia; en consecuencia, la dicotomía presencia-ausencia constituye la estructura más intrínseca del espacio poético. Esta oposición privativa (el propio acto de negar la presencia y viceversa) convierte al espacio textual en una circunferencia imaginaria que es a su vez una totalidad orgánica, fluida y continua. Interior y exterior, los dos movimientos contrarios son realizados por el lenguaje que se instaura como la metáfora de la encarnación y se ofrece como adquisición de realidad; en tal sentido, su particular intensidad ontológica nos es revelada por el acto de la escritura.
[1] Podríamos decir que se trata de una fenomenología del tiempo cotidiano; la interiorización del tiempo nos acerca considerablemente al tiempo vivido cotidianamente.
[2] Cfr. PARRET, Herman. De la semiótica a la estética. Buenos Aires, Edicial S.A. s/f. , p…
[3] Parret, diría: “la emoción ya no es, en ella, un contenido expresado de alguna manera, sino un operador que modifica todos los contenidos”. En PARRET, Herman. De la semiótica a la estética. Buenos Aires, Edicial S.A. s/f. , p. 46.
[4] Cfr. RICOEUR, Paul. El sí mismo como otro. Madrid, Ed. Siglo XXI, 1996; pp. 354 y ss.
[5] Sobre el eros y el tanatos en la poética de Moro, ver WESTPHALEN, Yolanda (compiladora). César Moro y el surrealismo en América Latina. Lima, Fondo Editorial de la UNMSM, 2005; pp. 111 y ss.
[6] FONTANILLE, Jacques. Semiótica del discurso. Lima, Fondo de Desarrollo Editorial de la Universidad de Lima, p. 94.
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